El otro día, hablando con un antiguo compañero de cuando trabajaba en Inglaterra, recordaba lo que aquella experiencia significó para mí. Yo no me fui de Erasmus, pero tuve la suerte de poder trabajar en el extranjero. Aquello fue una experiencia vital única, me permitió compartir infinidad de horas de trabajo, confesiones y alguna pinta con personas provenientes de China, Inglaterra, Austria y un largo etcétera de nacionalidades.
No era el trabajo de mi vida, ni mucho menos, y en la mayoría de los casos, tampoco el de mis compañeros, pero año tras año esperábamos el momento de reencontrarnos y seguir añadiendo momentos que a día de hoy, dos años más tarde, seguimos recordando y riéndonos, incluso de aquellos problemas que parecían que iba a acabar con nosotros.
Nos hizo madurar a base enfrentarnos a situaciones únicas. Ni a mi peor enemigo le desearía que le cancelasen un vuelo cuando está al cargo de 30 niños, o tener que coger una ambulancia en otro país para que atiendan a una chica de 15 años nerviosa porque no sabe qué le ocurre ni entiende el idioma. Esas situaciones esperpénticas nos han hecho entender lo que son problemas reales en el entorno laboral, a respirar hondo y a mantener la calma.
Nada puede compararse al chute de adrenalina de embarcarse en una experiencia en el extranjero ya sea buena o menos buena.