Vivimos en un mundo donde los avances científicos y tecnológicos permiten abordar retos impensables hace apenas cien años. Un mundo marcado por la inteligencia artificial, la exploración espacial, los avances en la investigación genética o el descubrimiento de nuevos materiales. Y sin embargo, a pesar de ese impresionante desarrollo y conocimiento, vivimos en un mundo en el que se ejerce una violencia brutal contra las mujeres por el simple hecho de ser mujeres.
Podemos curar el cáncer, comunicarnos de forma instantánea, viajar a centenares de kilómetros por hora y, sin embargo, no podemos proteger de forma efectiva a la mitad de la humanidad del riesgo de sufrir acoso sexual o por razón de sexo en la esfera laboral y académica, de los abusos y agresiones sexuales, de la explotación sexual y reproductiva, de la trata de mujeres y niñas con fines sexuales, de la violencia simbólica sexista, de la cosificación de la mujer, de la hipersexualización de las niñas y de un largo etcétera de actos violentos que se ejercen contra las mujeres.
Sin embargo, toda esa violencia no es un hecho natural, ni viene impuesta por ninguna ley física universal. No es algo a lo que debamos resignarnos como inevitable ni podemos asociarla a nuestra condición de mujeres. Por el contrario, la violencia de género está asentada sobre las desigualdades entre hombres y mujeres, construidas culturalmente mediante prácticas discriminatorias asimiladas como naturales y propias dentro del orden social establecido.
La violencia que sufrimos las mujeres, como manifestación de la desigualdad, puede y debe ser eliminada de nuestros comportamientos sociales aceptados. Debe ser denunciada y señalada como inaceptable y debe ser combatida con todos los recursos públicos disponibles. Toda la contundencia de los poderes públicos y de la ley debe estar al servicio de la eliminación de las desigualdades. Pero, a pesar de todos los esfuerzos, no será suficiente si no apostamos decididamente por la única solución real que puede cambiar ese orden social establecido: la educación.
Sin educar en y para la igualdad a nuestras niñas y niños y a nuestros jóvenes, no podremos cambiar el futuro. Esa debe ser nuestra apuesta.
Por María Isabel Ramírez Álvarez
Vicerrectora de Estudiantes y Empleo, Delegada del Rector para la Igualdad de la UAL.