El principal objetivo de la Iglesia en este Año de la Fe se trataba de movilizar sus bases en pos de la nueva evangelización impulsada por los últimos papas. Una necesaria actitud misionera en todo el mundo, incluso en los países tradicionalmente católicos pero que viven, en algunos casos, un proceso secularizador –cuyo ejemplo más evidente son los países europeos–, y en otros casos, un gran avance de iglesias separadas de confesión evangélica –principalmente en América Latina–.
Pero, volviendo al ámbito de la región andaluza, ¿qué papel pueden jugar las hermandades y cofradías en esta nueva evangelización? ¿es posible que este sector de la Iglesia, a priori, de tradicionales y anquilosadas estructuras, pueda aportar algo en esa difícil empresa?
La religiosidad popular expresada en los cultos y las procesiones de nuestras hermandades es una forma válida –aunque ciertamente no compartida con algunos sectores– de acercar a Dios y los misterios de la fe a la sociedad a través de lo sensible. Las hermandades no pretenden con sus prácticas –en todo caso, facultativas– sustituir la sagrada liturgia y los sacramentos ¬–estos sí obligatorios para los creyentes–, sino servir de camino para que el pueblo de Dios pueda llegar a conocer los sacramentos, como centro de la vida de la Iglesia y verdadero encuentro con Jesucristo. Los obispos, ante esta apabullante muestra de sentir religioso, no hacen sino alentar la misión evangelizadora de las hermandades, corrigiendo aquello que pueda suponer una desviación de esa misión.
Es cierto que el proceso evangelizador de las hermandades no es rápido ni directo. Mediante las procesiones, las cofradías quieren hacer presente a Dios en la vida social de la ciudad, “sacar a Dios de las Iglesias y llevarlo a las calles” –valga la expresión– para llegar a los que no entran en los templos y, de otro modo, posiblemente nunca acudirían al encuentro con Jesucristo. Las imágenes son meros simulacros que sirven de medio, nunca un fin en sí mismas, aunque veneradas con la dignidad que merece una representación sagrada. Su ornamentación se pretende que sea la más bella y cuidada posible, para así conmover por el deleite de los sentidos. De esta manera, ver el espectáculo de una cofradía en la calle se trata de una experiencia tremendamente persuasiva.
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Si bien las hermandades no pueden caer en la ingenuidad de pensar que el proceso evangelizador culmina con la mera observación de la belleza plástica de las procesiones. La religiosidad popular llama la atención de la gente, en muchas ocasiones, por su dimensión antropológica o social. El reto de los dirigentes de las hermandades es conseguir que, al final del proceso, sea la dimensión espiritual la que se instituya como centro del interés que lograron despertar. Sólo así habrá tenido éxito esa “maquinaria” puesta al servicio de Dios y de la Iglesia: el empleo de la belleza sensible para conducir al conocimiento de la belleza inteligible
Todo esto puede parecer una bonita teoría de escasa practicidad. Nada más lejos de la realidad: existen numerosos casos de hermandades que cuentan con grupos de jóvenes que, de otra manera, por sus circunstancias personales, familiares o sociales, no hubieran participado de la vida de la Iglesia si no es por la atracción que sintieron hacia las cofradías. El que suscribe es un vivo ejemplo.