La reciente aprobación por parte del Ministerio de Educación del Real Decreto 43/2015, de 2 de febrero, por el que se modifican los reales decretos de ordenación de las enseñanzas universitarias oficiales y de las enseñanzas de doctodado, más conocido como el ‘3+2’, ha generado un nuevo ‘levantamiento’ de la mayor parte de la comunidad universitaria española contra el ministro Wert, al no considerar que éstos sean ni los tiempos ni las formas para abrir la posibilidad de que las universidades oferten grados de tres años y másteres de dos.
Un nuevo y controvertido decreto que afecta de lleno a la misma estructura y al futuro de la universidad española, y que por encima de posicionamientos universitarios y/o políticos, encierra, cuando menos, tres errores sobre los que todos deberían reflexionar.
En primer lugar, es obvio la falta de consenso con la que el ministro ha aprobado esta reforma, si bien es verdad que los rectores de las universidades españolas (CRUE) propusieron, allá por 2006 -en tiempos zapateriles-, una duración flexible de los Grados, al no estar por entonces claro que todos los Grados necesitasen cuatro años. Sin embargo, mal hace ahora el ministro en argumentar la aprobación de este decreto retrotrayéndose casi diez años atrás, obviando la postura más reciente de la mayoría de los rectores, excepción hecho de algunas universidades catalanas o privadas.
Asimismo, y aunque los posibles efectos económicos sobre las familias sean importantes, centrar la problemática en este tema, entrando en una guerra de cifras sobre lo que se van a ahorrar o gastar de más los estudiantes, es desviar el foco de lo realmente importante; ya que en esta reforma debería primar el debate sobre la calidad de la enseñanza universitaria española, en el marco de un mundo y una economía cada vez más globalizados.
En este punto, aunque mezclándolo también con el posible aumento del coste económico, es verdad que algunas voces están alertando sobre la posible ‘devaluación’ que pueden tener los grados de tres años en cuanto a pérdida de conocimientos, y la cuasi obligación de tener que estudiar un máster complementario de cara a la inserción en el mercado de trabajo. Algo que es evidente, ya que, al menos sobre el papel, parece lógico pensar que en 4 años se aprenden más cosas que en 3. Sin embargo, conviene recordar que esta cuasi obligación de tener que estudiar másteres también se planteó cuando las antiguas licenciaturas de 5 años pasaron a grados de 4, y al final, aunque va en aumento, muchos estudiantes siguen saliendo de la universidad sin cursar un máster.
Por último, también es un error de bulto permitir que cada universidad pueda ir por su lado, ya que parece claro que puede generar una desestabilización en el sistema, un caos entre las familias y una rivalidad entre universidades mal entendida y enfocada. No vía por la calidad, como debiera ser, sino por la mera duración de los estudios. Por no hablar de que puede generar todavía más diferencias entre las 17 Comunidades Autónomas, dando pie a sistemas universitarios regionales cada vez más distintos. Hoy ya diferentes por costes de matrícula, por ejemplo. En todo caso, de implantarse grados de 3 años en determinadas titulaciones, todas las universidades deberían hacerlo a la par.
Con todo, y a pesar de estos errores, bien es cierto que el decreto encierra también dos certezas.
De un lado, la necesidad imperiosa del sistema universitario español de equipararse a los países más desarrollados de Europa, que cuentan con unos grados más flexibles. Equiparación para la que siempre será para algunos mal momento, en cuanto a los sacrificios y cambios de sinergias que implica. Por último, ya sea con un 3+2, un 4+1, un 3+1, un 5 o lo que fuere; el modelo español requiere de una evaluación completa de la implantación de Bolonia (para la que no existe ni siquiera aún sistema), de lo que ahora es y de lo que quiere ser en el futuro.