La candidatura de Juan Manuel Moreno Bonilla a la presidencia de la Junta de Andalucía ha irrumpido con fuerza en el debate político. Lo que resulta particularmente llamativo es que en dicho debate se expresan pocas opiniones respecto a lo que debería ser medular para el conjunto de los ciudadanos: las ideas y las propuestas políticas.
Quizás las primeras sean un tanto escasas y relamidas en el ámbito del discurso único hoy dominante, y las segundas, a salto de mata, se planteen y se discutan sobre la marcha, dependiendo de la táctica o de la oportunidad del momento. Lo cierto es que nos presentan en sociedad a un candidato. Y se supone que lo demás se dará por añadidura. De ahí que la mayoría de las opiniones se hayan centrado –nunca mejor dicho- en la vestimenta curricular del candidato. Y en las comparaciones, dentro de esos parámetros, con su actual contrincante, la presidenta Díaz.
La escasa consistencia de los curricula, en ambos casos, conduce inexorablemente a otro debate general ¿Pueden desarrollar una actividad política, digna de tal nombre, con la responsabilidad y las consecuencias que conlleva, quienes poseen un escaso respaldo académico en su actividad personal?
A esta cuestión puede responderse desde la lógica democrática: todo ciudadano puede ser elector y elegible –salvo causa de inhabilitación-. Y naturalmente, el hecho de no poseer en su currículum un doctorado en letras no es causa excluyente. Son los electores los que depositan el voto y señalan si las personas propuestas desde las directivas partidistas son aptas para ocupar un puesto político. Sin entrar a valorar si esto es bueno o malo, solo resta afirmar que así son las cosas. Resta esperar que el político lo sea realmente por vocación. Que su ambición personal sea legítima, es decir, que se traduzca en un trabajo esforzado de servicio al bien común. Y naturalmente, que su gestión política resulte eficaz y eficiente.
Tanto en la política, como en la empresa privada, se han dado muchos casos de personas que, sin tener un relevante currículum académico, han prestado destacados servicios a la sociedad. Personas hechas a sí mismas, autodidactas, valerosas, con una capacidad de liderazgo y una empatía que no se aprende en unos apuntes, sino que suele acompañar genialmente a la personalidad de manera intransferible.
La lógica meritocrática puede afirmar, y es compartible ese criterio, que la formación académica y humana es importante para la gestión política, para un gobernante. Pero, desde luego, no lo es todo; por ejemplo, uno puede ser un extraordinario especialista en física cuántica, pero ser un completo incompetente para gobernar la escalera de su comunidad de vecinos; uno puede recitar de memoria la lista de los reyes godos, pero carecer de valentía personal para afrontar las dificultades más elementales de la vida.
En definitiva, que un debate sobre la formación académica de nuestros políticos es importante; pero lo es más sobre sus cualidades, sus valores, sus ideas y sus propuestas.
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